Qué decir ahora de la Igualdad, un concepto cada vez más descuidado y descartado no sólo por los representantes de la dominación sino también por la mayoría de las personas que ahora prefieren no pensar en ella. Pensar la igualdad exige enfrentarse a un sinfín de cuestiones aparentemente contradictorias, algunas de las cuales sólo pueden considerarse insolubles en la pseudo-sociedad que el capitalismo ha construido para nosotras, ya que su fundamento central implica necesariamente la desigualdad.
Sin embargo, esta palabra, vaciada de todo contenido, permanece, sobre todo en Francia, en los frontones de muchos de sus edificios oficiales que se supone representan a ese otro fantasma llamado República (el pueblo como rey).
Vale la pena señalar de paso que nos hemos acostumbrado a que nuestros políticos profesionales y sus relevos mediáticos utilicen en todas direcciones, pero siempre en vano, un gran número de términos que, literalmente, ya no tienen ningún sentido.
Y cuanto más vigorosos se agitan estos espantajos conceptuales en la arenga, menos posibilidades tenemos de encontrarles el más mínimo significado y, sobre todo, la más mínima aplicación. Como en la Neolengua tan bien anticipada por George Orwell en su «1984», son más bien sus contrarios los que debemos observar constantemente en estas aplicaciones. Respecto a Igualdad, los propios diccionarios son muy evasivos, prefiriendo limitarse sobre todo a las matemáticas, pero con cautela al fin y al cabo. Prefieren mantener una especie de principio de incertidumbre.
Sí, pero la igualdad, al fin y al cabo, ¿qué puede significar realmente si nos ceñimos a lo que concierne directamente a nuestra realidad humana?¿En qué podemos ser iguales?¿En qué aspectos no lo somos?
Y, sobre todo, ¿cuáles son las circunstancias que nos permitirían concebirla con lucidez y, en cambio, aquellas en las que sólo puede permanecer en el limbo de la ilusión, donde de hecho no puede plantearse seriamente?
Para justificar las desigualdades flagrantes del mundo contemporáneo, quienes se dan por satisfechos con ellas evocan muy a menudo el «mérito». Y es indiscutible que hay ciertas categorías de individuos que, habiendo hecho de la posesión (el tener) su único horizonte, demuestran una destreza y una habilidad asombrosas en su capacidad de «hacer dinero» y acumularlo. Y que los medios que utilizan poco importan al final. Lo que importa es la pasta.
Tampoco podemos negar que en la «sociedad» actual, el dinero es lo único que cuenta, y que el único pecado verdaderamente capital es ser pobre en ese sentido.
Evidentemente, este estado de cosas crea, tanto a nivel local como mundial, una situación muy malsana, cuando menos podrida, pero en la que la mayoría de la gente vivimos a diario. Es incluso bastante realista hablar de una inseguridad irredimible que, en estas condiciones, sólo puede perpetuarse y, con toda probabilidad, empeorar con el tiempo.
Pero volvamos al vocabulario, al lenguaje utilizado, ahora tan incoherente: mérito, capacidad, valor, riqueza, pobreza, sociedad, justicia, seguridad, desigualdad, igualdad.
¿De qué estamos hablando?
Persiste una insistente confusión con la noción de igualdad al confundir desigualdad con diferencia, reduciendo igualdad a uniformidad. Y sin embargo, aunque rechazamos de plano la desigualdad, exigimos la diferencia alto y claro. Así lo expresó Murray Bookchin: «Luchamos contra la desigualdad de los iguales y por la igualdad de los desiguales». Es decir, una sociedad de seres diferentes y diferenciados, pero con las mismas posibilidades de desarrollo y realización y un mínimo irreductible para todas y cada cual, en una sociedad de apoyo mutuo y altamente cooperativa.