Traducido del francés por Camino Villanueva.
Para decirlo sin rodeos: ahora que se ha hecho evidente que las “fuerzas estructurales” por sí solas no pueden producir algo que nos guste especialmente, nos queda la perspectiva de idear algunas alternativas reales. David Graeber
Esta observación de David Graeber resume muy bien la cuestión: no cabe esperar nada bueno para el futuro del sistema capitalista, sino, más bien, un colapso más o menos rápido del conjunto de ecosistemas del planeta, acompañado de una degradación sin fin de nuestra realidad humana.
Sin embargo, muchas personas —probablemente con toda la buena intención— quieren seguir creyendo que el programa político del partido que sea, o un conjunto de reformas llevadas a cabo por alguien que no está claro quién es, pueden cambiar la situación, y permanecer básicamente en la dinámica de esas “fuerzas estructurales” cuya naturaleza ignoran o quieren ignorar. Esto no sucederá y nada cambiará realmente mientras el “mercado” pueda imponer su lógica y determinar los mecanismos internos de la estructura social.
No es posible romper con el capitalismo mediante pequeños acomodamientos de diversa índole, bien sean los que proponen los partidos políticos o los que consisten en convencerse de que bastaría con crearse un pequeño mundo alternativo propio y que eso sería estar afuera. Para lograr este quiebre es necesario invertir por completo todas las categorías en las que se basa esta ideología: el sistema piramidal de jerarquías, es decir, el poder ejercido de arriba abajo y en todos los ámbitos (el trabajo y las formas degradadas en las que lo ha transformado esta religión; y la visión raquítica del “valor”, reducido a la acumulación de capital y al dinero y alejado de todo lo que realmente importa en la vida). Es decir, sustraerse totalmente de la economía política.
Más allá de los engaños reformistas, que han demostrado repetidamente su carácter ficticio, se plantea claramente otro problema.
Se trata del miedo, un miedo con muchas caras, a menudo justificado por la materialidad a la que sigue sujeto un amplio sector de la población. Y luego está el miedo generalizado, el de tener que renunciar a determinadas comodidadesque —pese a que todo el mundo sabe que son causa de muchos graves perjuicios— se han convertido de forma imperceptible en hábitos. Hay una especie momento inconfesable en el que renunciar a las rutinas propias y las distintas comodidades resulta más difícil de imaginar que renunciar a un futuro para la humanidad. Extraño, ¿verdad? Está claro que nos negamos a analizar la situación desde esta perspectiva culpabilizadora, evitamos pensar en ello y recurrimos a las propuestas razonables de cualquier partido que logre hacernos creer que es posible seguir actuando como de costumbre al tiempo que ponemos fin a algunas injusticias que son demasiado escandalosas, demasiado visibles. Y la oferta es amplia. Nuestra principal barrera a las alternativas reales es interna, está en los límites de lo que estamos dispuestos/as a escuchar y reconocer.
En este marco, quizá merece la pena analizar nuestros hábitos, su procedencia, sus implicaciones y lo que revelan sobre lo que somos en esta ruptura y sobre lo que queremos recuperar de verdad. Si queremos cambiar este mundo, no podemos eludir el lugar que su orden, tan peculiar, ocupa en nuestro ser, y el hecho de que este orden se ha abierto espacio proscribiendo el “hacer las cosas juntos/as”.