Joám Evans Pim
A pesar de los más de dos siglos de esfuerzos por suprimir esta forma de titularidad de la tierra, asumiéndola como pública mediante la usurpación o privatizándola con subastas y apropiaciones, en Galicia existen todavía más de 3000 comunidades de montes vecinales a las que se suman muchas que no han sido clasificadas y funcionan de forma consuetudinaria o se encuentran abandonadas.
Pocas personas saben que una cuarta parte del territorio de Galicia (algo más de 700.000 hectáreas) responde a una figura peculiar de titularidad de la tierra denominada “montes vecinales en mano común”. Si bien nuestro marco jurídico binario solo contempla la existencia de propiedad pública o privada, en esencia, estos territorios no son ni una cosa ni la otra. De hecho, en Portugal, donde existe una forma similar, los baldios, la Constitución reconoce expresamente la existencia de estos “medios de producción comunitarios”, plenamente diferenciados de los públicos y los privados.
Los bienes de las comunidades de montes vecinales se rigen por las 4 íes: son indivisibles, inalienables, imprescriptibles e inembargables. No se pueden comprar, vender ni heredar (por lo que incluso se ha cuestionado su consideración como una forma de propiedad). Quienes los usan, disfrutan y gestionan, comuneras y comuneros, solo lo hacen si mantienen en un determinado lugar “casa abierta y con humo”, lo que habitualmente se interpreta como residencia continuada, pública y notoria, durante al menos 9 meses del año, y no se exige tener la propiedad de un inmueble o estar empadronada.
Los bienes de las comunidades de montes vecinales se rigen por las 4 íes: son indivisibles, inalienables, imprescriptibles e inembargables. .
La asamblea de todas las vecinas comuneras es la columna vertebral de su gestión comunitaria, manteniendo la tradición del concejo abierto. En ella se decide qué plantar o qué cortar, pero también se gestionan las traídas de aguas comunitarias, los repartos de leña o las actividades lúdicas y festivas. La trascendencia de muchas de sus decisiones radica en su impacto a largo plazo (por ejemplo, una plantación de pino puede tener un turno de corta de 30 años) pero también en el paisaje, pues, en un país caracterizado por el minifundio, los montes vecinales dominan enormes extensiones.
Extractivismo contra comunales
A pesar de su tenaz supervivencia hasta el siglo xxi, esta forma de gobernanza está, como siempre, amenazada. Por un lado, el extractivismo minero, energético y forestal compromete la integridad de muchos de estos territorios. Como ejemplo, los contratos privados con empresas de pasta de papel, como ENCE o Navigator, a 30 años, los convierte en desiertos verdes de monocultivos que rompen los vínculos entre comunidad y monte, cuya gestión desaparece y, con ella, la propia identidad colectiva. Por otro lado, la despoblación y el abandono rural hacen que muchas comunidades sean inviables y caigan en el abandono, lo que lejos de un idílico ‘rewilding’ implica eriales dominados con especies exóticas invasoras, como la acacia, propagadas por los incendios. A esto se suman los impactos del caos climático: sequías prolongadas y grandes incendios de naturaleza inédita, a los que se ha apellidado «de sexta generación».
No obstante, muchas comunidades han emergido en este escenario sombrío para reivindicar su soberanía comunitaria y gestionar territorios llenos de vida y resilientes frente a estas amenazas. Sus experiencias ilustran la capacidad de las comunidades locales, del tipo que sean, para innovar, inspirándose en sus prácticas de gobernanza y gestión ancestrales.
En buena medida, estas prácticas rompen con el modelo de monte vecinal generado por la ley franquista de 1968 y perpetuado por las diferentes administraciones hasta el presente, que pivota sobre la premisa productivista de que estos territorios deben orientarse a proporcionar determinadas materias primas para el mercado, como el eucalipto para la pasta de papel, a veces a costa del propio bienestar y justicia intergeneracional en el seno de las comunidades. El temor que ahoga cada verano a cientos de comunidades rodeadas por monocultivos pirófitos ilustra esta paradoja de la recuperación de la titularidad de los territorios usurpados en la primera mitad del siglo xx, que no trajo consigo una recuperación de usos y funciones.
Lea el artículo completo aquí