Municipalismo libertario o comunalismo

¿una nueva política comunal?

Texto compuesto en 1995 por Jean Vogel a partir de varios textos de Bookchin

Murray Bookchin esboza en 1995 la estructura política de una sociedad ecológica y libertaria, es decir, descentralizada y autogestionada. La comuna se considera la base de una sociedad libre y de una auténtica individualidad. Individualidad y comunidad se entrelazan y elevan mutuamente sin dominación, en un proceso de autoformación. «La comuna», escribe Bookchin, «es la célula viva que forma la unidad básica de la vida política y de la que procede todo: la ciudadanía, la interdependencia, el federalismo y la libertad. «Constituye», prosigue, «el lugar de palabra en el que las personas pueden confrontarse intelectual y emocionalmente, conocerse mediante el diálogo, el lenguaje corporal, la intimidad y el intercambio cara a cara, para tomar decisiones colectivas.» Compromiso, responsabilidad, libertad, solidaridad o philia, autoformación o paideia florecen en el municipalismo libertario.

Los dos significados de la palabra «política»

Hay dos formas de entender la palabra «política». La primera, clásica, define la política como un sistema de relaciones de poder gestionado de forma más o menos profesional por personas especializadas en ello, los llamados «políticos». Toman decisiones que afectan directa o indirectamente a la vida de todos nosotros y las aplican a través de estructuras gubernamentales y burocráticas.

Estos «políticos» y su «política» suelen ser vistos con cierto desprecio por muchos estadounidenses. Llegan al poder a través de «partidos», es decir, burocracias muy estructuradas que dicen «representar» al pueblo, y a veces una persona «representa» a muchas, como los representantes o los senadores. Se les llama los «elegidos», trasladando una antigua noción religiosa a términos políticos, y en este sentido son una verdadera élite jerárquica, a pesar de su pretensión de hablar «en nombre del Pueblo». No son «el Pueblo». Son, en el mejor de los casos, sus «representantes», lo que les aparta de ellos, y en el peor de los casos, sus manipuladores, lo que les sitúa en contra de la voluntad del pueblo. A menudo son especuladores, emisarios de las grandes empresas, de las clases dirigentes y de grupos de presión de todo tipo. También suelen ser personajes repugnantes que se comportan de forma inmoral, deshonesta y elitista en los medios de comunicación, y traicionan regularmente sus compromisos programáticos de «servir» al pueblo. Por otra parte, suelen ser muy útiles para los grupos que defienden intereses particulares (normalmente los de los ricos), a través de los cuales esperan avanzar en sus carreras y en su comodidad material.

No son «el Pueblo». Son, en el mejor de los casos, sus «representantes», lo que les aparta de ellos, y en el peor de los casos, sus manipuladores, lo que les sitúa en contra de la voluntad del pueblo

Este sistema de «política» profesionalizada, elitista, a menudo inmoral y manipuladora, que en la mayoría de los casos es una parodia del proceso democrático que asociamos a nuestras tradiciones, es de hecho un concepto relativamente nuevo. Surgió con el Estado-nación hace unos siglos, cuando monarcas absolutos como Enrique VIII en Inglaterra y Luis XIV en Francia empezaron a concentrar un enorme poder en sus manos, a formar esta estructura jerárquica que llamamos «Estado», y a modelar estas grandes entidades políticas, las «naciones», a partir de entidades más descentralizadas como ciudades libres, confederaciones de ciudades y diversos señoríos.

Antes de la formación del Estado-nación, la política tenía un significado muy diferente al actual, un significado que los «poderes establecidos» hacen todo lo posible por borrar. En el mejor de los casos, significaba la gestión de los asuntos públicos por parte de la población a nivel local, es decir, en aldeas, pueblos, barrios y ciudades, asuntos públicos que pasaron a ser dominio exclusivo de políticos y burócratas. La población gestionaba directamente los asuntos públicos en asambleas de ciudadanos físicamente presentes, como las que aún se pueden encontrar en los town meetings de Nueva Inglaterra (1), y elegía consejos que, como mucho, se encargaban de ejecutar las decisiones políticas tomadas en esas asambleas. Estos últimos vigilaban de cerca las actividades de estos consejos y destituían a los delegados cuyas acciones desaprobaban públicamente.

La política era una forma de educación, no de movilización; su finalidad no era sólo tomar decisiones, sino también formar el carácter y desarrollar la inteligencia

Además, la vida política no se limitaba a las asambleas de ciudadanos, sino que se manifestaba en una rica cultura política de conferencias públicas, debates diarios en plazas, parques, esquinas, escuelas y reuniones informales, etc. La política se discutía en todas partes, preparándose para las asambleas de ciudadanos. En todas partes se hablaba de política, preparándose para las asambleas ciudadanas. La política era una forma de educación, no de movilización; no se trataba sólo de tomar decisiones, sino también de forjar el carácter y desarrollar la inteligencia. A través de este proceso de autoformación, el colectivo de ciudadanos ayudaba a madurar no sólo un sentido de cohesión, sino también la personalidad individual, ese desarrollo del individuo que es indispensable si se quiere estimular el autogobierno y la autogestión. Por último, esta cultura política dio lugar a ceremonias cívicas, fiestas, conmemoraciones, expresiones compartidas de alegría y dolor colectivos. Todo ello inducía en cada localidad (pueblo, aldea, distrito o ciudad) un sentimiento de especificidad e identidad que favorecía la singularidad del individuo más que su subordinación al colectivo.

Un ecosistema político

Una política de este tipo era orgánica y ecológica, y no formal ni muy estructurada (en el sentido vertical y jerárquico del término), como sería más tarde. Era un proceso constante, no un episodio ocasional como las «jornadas electorales». Cada ciudadano, mujer u hombre, desarrollaba su personalidad a través de su propia implicación política, de la riqueza de los debates y las interacciones con los demás, y de la conciencia de su propio poder que adquiría con ello. Los ciudadanos tenían la justificada sensación de ser dueños de su destino y de poder decidir su suerte, en lugar de que ésta estuviera predeterminada por personas y fuerzas sobre las que no tenían ningún control. Este sentimiento era el resultado de la reciprocidad: la esfera política reforzaba la individualidad dándole un sentimiento de poder y, viceversa, la esfera individual reforzaba la esfera política asegurándole su lealtad. En ese proceso de reciprocidad, el «yo» individual y el «nosotros» colectivo no estaban subordinados el uno al otro, sino que se apoyaban mutuamente. La esfera pública proporcionaba la base colectiva, el suelo en el que podían crecer personalidades fuertes, y éstas, a su vez, confluían en una esfera pública creativa, democrática y transparentemente institucionalizada. Eran ciudadanos en el pleno sentido de la palabra, es decir, agentes activos de la toma de decisiones y de la autogestión política de la vida comunitaria, incluida la económica, y no receptores pasivos de bienes y servicios proporcionados por las entidades locales a cambio de impuestos. La comunidad era una unidad ética de ciudadanos libres, no una empresa municipal establecida por un «contrato social».
La comunidad constituía una unidad ética de ciudadanos libres, no una empresa municipal instituida por un contrato social

La comuna: un desafío moderno

Hay muchos problemas para quienes tratan de definir cómo intervenir a nivel comunitario, pero al mismo tiempo hay un margen considerable para imaginar nuevas formas de acción política, que revivan el concepto clásico de ciudadanía con sus valores participativos.
En un momento en que crece el poder de los Estados-nación, en que la administración, la propiedad, la producción, las burocracias y los flujos de poder y capital tienden a la centralización, ¿es posible aspirar a una sociedad basada en opciones locales, municipales, sin parecer utópicos incurables? ¿No es esta visión descentralizada y participativa absolutamente incompatible con la tendencia a la masificación de la esfera pública? ¿Acaso la noción de comunidad a escala humana no está sugerida por un atavismo reaccionario que mira de reojo hacía un mundo premoderno (del tipo que representaba para los nazis la «comunidad del pueblo»)? Y los que la apoyan, ¿no pretenden rechazar todas las conquistas tecnológicas logradas durante las diversas revoluciones industriales de los dos últimos siglos? O también: ¿puede gobernarse una «sociedad moderna» sobre una base local en un momento en que el poder centralizado parece ser un estado de cosas irreversible?

Además de estas cuestiones teóricas, hay muchas otras de carácter práctico. ¿Cómo pueden coordinarse las asambleas locales de ciudadanos para tratar asuntos como el transporte ferroviario, el mantenimiento de las carreteras, el suministro de bienes y recursos desde zonas remotas? ¿Cómo pasar de una economía basada en la ética empresarial (que incluye su contrapartida plebeya: la ética del trabajo) a una economía guiada por una ética basada en la autorrealización dentro de la actividad productiva?
¿Cómo pueden modificarse los actuales instrumentos de gobierno, incluidas las constituciones nacionales y los estatutos municipales, para dar cabida a un sistema de autogobierno basado en la autonomía municipal? ¿Cómo reestructurar una economía de mercado orientada al progreso y basada en una tecnología centralizada para convertirla en una economía moral orientada al ser humano y basada en una tecnología alternativa descentralizada? Y, además, ¿cómo pueden confluir todas estas concepciones en una sociedad ecológica que busca una relación equilibrada con el mundo natural y quiere liberarse de la jerarquía social, las dominaciones de clase y de género y la homogeneización cultural?

La idea de que las comunidades descentralizadas son una especie de atavismo premoderno, o mejor, antimoderno […] es una concepción del individualismo que confunde individualidad con egoísmo

La idea de que las comunidades descentralizadas son una especie de atavismo premoderno, o mejor, antimoderno, refleja la incapacidad de reconocer que una comunidad orgánica no tiene por qué ser un organismo en el que el comportamiento individual esté subordinado al conjunto. Es una concepción del individualismo que confunde individualidad con egoísmo. El intento de la humanidad de armonizar lo colectivo y lo individual no tiene nada de nostálgico ni de innovador. El impulso para alcanzar estos objetivos complementarios (especialmente en una época como la nuestra, en la que ambos corren el riesgo de degradarse rápidamente) se manifiesta en una búsqueda humana constante que se ha expresado tanto en el ámbito religioso como en el radicalismo laico, tanto en experimentos utópicos como en la vida cívica de barrio, tanto en grupos étnicos cerrados como en conglomerados urbanos cosmopolitas. Sólo gracias a los conocimientos acumulados a lo largo de los siglos se ha evitado que la noción de comunidad se vuelva gregaria y parroquial, y que la de individualidad se vuelva egoísta.
La comunidad constituía una unidad ética de ciudadanos libres, no una empresa municipal instituida por un contrato social

La política fuera del Estado y los partidos

Cualquier programa que intente refundar y ampliar el significado clásico de política y ciudadanía debe dejar claro lo que no son, aunque sólo sea por la confusión que rodea a estas dos palabras. La política no es el arte de gestionar el Estado, y los ciudadanos no son votantes ni contribuyentes. El arte de gestionar el Estado consiste en operaciones que comprometen al Estado: el ejercicio de su monopolio de la violencia, el control del aparato regulador de la sociedad mediante la elaboración de leyes y reglamentos, la conducción de la sociedad por medio de magistrados profesionales, el ejército, la policía y la burocracia. El arte de gestionar el Estado adquiere un barniz político cuando los llamados «partidos políticos» pugnan, mediante diversos juegos de poder, por ocupar los puestos donde se concibe y ejecuta la acción estatal. Esta «política» es tan convencional que casi aburre. Un «partido político» suele ser una jerarquía estructurada basada en la afiliación que funciona verticalmente. Es un Estado en miniatura, y en
algunos países, como la antigua Unión Soviética y la Alemania nazi, el partido era en realidad el propio Estado.
Los partidos políticos son así tan inorgánicos como el propio Estado: una excrecencia de la sociedad que no tiene raíces reales en ella, ni ninguna responsabilidad con ella más allá de sus necesidades de competencia, poder y movilización
Los ejemplos soviético y nazi del Partido/Estado mostraron la extensión lógica del partido a un Estado. De hecho, todos los partidos tienen sus raíces en el Estado y no en el conjunto de los ciudadanos. El partido tradicional se ajusta al Estado como una prenda a un maniquí. Por muy variadas que sean la prenda y su estilo, no forman parte del cuerpo político: simplemente lo visten. Este fenómeno no tiene nada de auténticamente político: su objetivo es precisamente contener al cuerpo político, controlarlo y manipularlo, no expresar su voluntad, ni siquiera permitirle desarrollar una voluntad.
En ningún sentido un partido «político» tradicional deriva del cuerpo político o está constituido por él. Metáfora aparte, los partidos «políticos» son réplicas del Estado cuando no están en el poder, y a menudo son sinónimo de Estado cuando están en el poder. Están entrenados para movilizar, mandar, adquirir poder y liderar. Por lo tanto, son tan inorgánicos como el propio Estado: una excrecencia de la sociedad que no tiene raíces reales en ella ni responsabilidad alguna más allá de sus necesidades de competencia, poder y movilización.

Un nuevo cuerpo político

La política, por el contrario, es un fenómeno orgánico. Es orgánica en el verdadero sentido de que representa la actividad de un organismo público -una comunidad, si se quiere-, al igual que el proceso de floración es una actividad orgánica de la planta enraizada en la tierra. La política, concebida como actividad, implica un discurso racional, un pueblo consciente de su poder, el ejercicio de la razón práctica y su realización en una actividad compartida y verdaderamente participativa.
La reivindicación y ampliación de la política debe comenzar, en mi opinión, por los ciudadanos y su entorno inmediato, más allá de la familia y la esfera de la vida privada.
No puede haber política sin comunidad. Y por comunidad entiendo una asociación de individuos a nivel municipal, apoyada por su poder económico, sus grupos de base instituidos por ella, y apoyada por la confederación de comunidades vecinas organizadas en una red territorial a nivel local y regional. Los partidos que no se implican en estas formas de organización de base no son políticos en el sentido clásico de la palabra. Son partidos burocráticos de facto que se oponen a la aplicación de la política participativa y a la participación de los ciudadanos. La verdadera célula de la vida política es, de hecho, la comuna, el municipio, ya sea en su conjunto, si es a escala humana, o a través de sus diversas subdivisiones, en particular los barrios.
La verdadera célula de la vida política es, en realidad, la comuna, el municipio, ya sea en su conjunto, si es a escala humana, ya sea a través de sus diversas subdivisiones, en particular los barrios
El ámbito municipal sólo puede servir de soporte a una visión renovada de la política si nos tomamos en serio una concepción exigente de la democracia. De lo contrario, estaremos atados por una u otra variante de gestión estatal, por una estructura burocrática claramente hostil a la vida pública activa. La comuna es la célula viva que constituye la unidad básica de la vida política y de la que procede todo: ciudadanía, interdependencia, federalismo y libertad. La única manera de reconstruir la política es empezar por sus formas más básicas: aldeas, pueblos, barrios y ciudades, donde la gente vive en el nivel más íntimo de interdependencia política, más allá de la vida privada. Es en este nivel donde pueden empezar a familiarizarse con el proceso político, un proceso que va mucho más allá del voto y la información. También es en este nivel donde pueden superar la insularidad de la vida privada y familiar -esa vida que actualmente se celebra en nombre de la privacidad y el aislamiento del mundo- e inventar instituciones públicas que permitan a la comunidad participar ampliamente y «hacer sociedad».

La comuna es la célula viva que constituye la unidad básica de la vida política y de la que procede todo: la ciudadanía, la interdependencia, el federalismo y la libertad
En resumen, es a través de la comuna que las personas pueden transformarse de mónadas aisladas en un cuerpo político innovador, y comenzar una vida cívica existencialmente fructífera, un tejido cívico, por así decirlo protoplásmico, inscrito en la continuidad y dotado tanto de forma institucional como de contenido cívico. Me refiero aquí a la construcción de organizaciones, asambleas de barrio, juntas municipales o confederaciones de grupos de ciudadanos, y a un espacio público que acoja una voz que vaya más allá de las manifestaciones o campañas dedicadas a un único tema, por muy válidas que sean para corregir las injusticias sociales. Pero protestar no basta. Protestar limita su mensaje a aquello a lo que se opone, e ignora los cambios sociales que los manifestantes pueden desear. Prescindir de esta estructura cívica básica de la política y la democracia es como jugar al ajedrez sin tablero, pues es en este nivel de la vida cívica donde deben centrarse en última instancia los esfuerzos a largo plazo de renovación social.

Por la descentralización

Dejando a un lado todas las objeciones estatistas, el problema del restablecimiento de las asambleas municipales parece insoluble si nos mantenemos en el marco de las formas administrativas y territoriales actuales. Nueva York o Londres no tendrían los medios para «hacer una asamblea» si quisieran imitar a la antigua Atenas, con su relativamente pequeño cuerpo de ciudadanos. Estas dos ciudades ya no son, de hecho, ciudades en el sentido clásico del término, ni siquiera municipios según las normas urbanísticas del siglo XIX. Vistos macroscópicamente, son cinturones urbanos en
proliferación que absorben cada día a millones de personas que viven lejos de los centros de negocios. Pero Nueva York y Londres están formados por barrios, es decir, comunidades más pequeñas que tienen una cierta personalidad propia, definida por un patrimonio cultural compartido, intereses económicos o puntos de vista sociales, y a veces también por una tradición artística, como en el caso de Greenwich Village en Nueva York o Camden Town en Londres. Aunque su gestión logística, sanitaria y comercial requiere una coordinación muy compleja, llevada a cabo por todo un aparato de expertos, están potencialmente abiertos a la descentralización política e incluso, con el tiempo, material. Las dimensiones de una ciudad no impiden la creación de asambleas populares, aunque sólo sea de edificios, siempre que se tengan en cuenta los elementos culturales para realzar su singularidad.
Las dimensiones de una ciudad no impiden en absoluto la creación de asambleas populares, aunque sólo sea en edificios, siempre que se tengan en cuenta los elementos culturales para realzar su singularidad
Sin duda, llevará tiempo descentralizar realmente una metrópoli como Nueva York en varios municipios reales y, con el tiempo, en comunas, pero no hay razón para que una metrópoli de este tamaño no se descentralice gradualmente a nivel institucional.
Siempre hay que distinguir entre descentralización territorial y descentralización institucional. Se afirma que los argumentos de los partidarios de la descentralización se refutan confundiendo ambas cosas. La descentralización institucional es perfectamente factible. Se han presentado excelentes propuestas para implantar la democracia a nivel local en tales entidades metropolitanas, devolviendo el poder al pueblo, pero han sido bloqueadas por los centralizadores que, con su cinismo habitual, han invocado todo tipo de obstáculos materiales a tal empresa.
Me gustaría subrayar que las concepciones municipalistas libertarias (o, lo que es lo mismo, comunalistas) que propongo aquí forman parte de una perspectiva dinámica y formativa, una concepción de la política y la ciudadanía que, en última instancia, aspira a transformar las ciudades y megaciudades urbanas tanto ética como espacialmente, y tanto política como económicamente.
Las asambleas populares o incluso las asambleas de barrio pueden constituirse independientemente del tamaño de la ciudad, siempre que se identifiquen sus componentes culturales y se ponga de relieve su especificidad. Los debates sobre su tamaño óptimo son políticamente irrelevantes y uno de los temas favoritos de los sociólogos obsesionados de estadísticas. Es posible coordinar las asambleas populares a través de delegados con un mandato vinculante, sujeto a rotación, revocable y, sobre todo, con instrucciones estrictas por escrito para aprobar o rechazar los puntos del orden del día de los consejos locales federados compuestos por delegados de las distintas asambleas de barrio. Esta forma de organización no tiene ningún misterio. La demostración histórica de su eficacia se ha hecho a través de su constante reaparición en momentos de acelerada transformación social. Las secciones parisinas de 1793, a pesar del tamaño de París (entre 500.000 y 600.000 habitantes) y de las dificultades logísticas de la época (cuando el caballo era el medio de transporte más rápido), funcionaron con gran éxito, siendo coordinadas por delegados de sección dentro de la Comuna de París. Funcionando sobre la base de la democracia directa, no sólo eran famosos por su eficacia a la hora de abordar los problemas políticos, sino que también desempeñaban un importante papel en el abastecimiento de la ciudad, la seguridad alimentaria, la eliminación de la especulación, el control de los precios y muchas otras complejas tareas administrativas.
Por tanto, ninguna ciudad es demasiado grande para que se desarrollen asambleas populares, sobre todo cuando está formada por barrios bien definidos que pueden enlazarse con otros barrios para crear confederaciones cada vez más grandes. La verdadera dificultad es en gran medida administrativa: ¿cómo cubrir las necesidades materiales de la vida urbana? ¿Cómo afrontar los complejos problemas de logística y tráfico? ¿Cómo preservar la salud del medio ambiente? Estas cuestiones se ven a menudo oscurecidas por una peligrosa confusión entre la formulación de políticas y la conducta administrativa. El hecho de que una comunidad decida de forma participativa qué dirección tomar para abordar un problema técnico no implica que todos los ciudadanos participen realmente en la aplicación de la resolución. Por ejemplo, la decisión de construir una carretera no implica que todo el mundo deba saber cómo se diseña y construye una carretera. Los expertos cumplen una importante función política, pero la asamblea de ciudadanos es libre de decidir sobre su pertinencia. El diseño y la construcción de la carretera son responsabilidades estrictamente administrativas, mientras que el debate y la decisión sobre la necesidad de la carretera, incluida la elección de su ubicación y la evaluación del proyecto, es un proceso político. Si se tiene claramente presente la distinción entre formulación de políticas y ejecución de políticas, entre la función de las asambleas populares y las personas que ponen en práctica las decisiones tomadas, entonces es fácil distinguir entre los problemas logísticos y los políticos, dos niveles que suelen estar entrelazados.

El verdadero ciudadano

A primera vista, el sistema asambleario puede parecer cercano a la fórmula del referéndum, con la toma de decisiones compartida por toda la población y el principio del voto por mayoría. ¿Por qué, entonces, insistir en la importancia de la forma asamblearia para el autogobierno? ¿No bastaría con adoptar el referéndum, como se hace actualmente en Suiza, y resolver la cuestión mediante un procedimiento democrático aparentemente mucho menos complicado? ¿Por qué no tomar las decisiones políticas en casa por medios electrónicos -como sugieren los entusiastas de la «Tercera Ola» (2)- y que cada individuo «autónomo», tras haber sido informado de los debates, participe en la votación en la intimidad de su hogar?
Para responder a estas preguntas, hay que tener en cuenta una serie de cuestiones vitales que afectan a la propia naturaleza de la ciudadanía. El individuo «autónomo» que, según la teoría liberal, representa la unidad elemental del proceso de referéndum como «votante», no es más que una ficción. Abandonado a su suerte en nombre de la «autonomía» y la «independencia», este individuo se convierte en un ser aislado cuya verdadera libertad se ve despojada de la matriz política y social vital sin la cual la individualidad carece de carne y hueso… La noción de independencia, que a menudo se confunde con la de pensamiento independiente y libertad, se ha impregnado tanto de puro egoísmo burgués que tendemos a olvidar que nuestra individualidad depende en gran medida de los sistemas comunitarios de apoyo y solidaridad. No nos convertimos en seres humanos maduros subordinándonos infantilmente a la comunidad o desprendiéndonos de ella. Lo que nos convierte en seres sociales, preferiblemente con instituciones racionales, y no en seres solitarios sin afiliación seria, es nuestra capacidad de practicar la solidaridad, de estimularnos mutuamente en el desarrollo personal y la creatividad, de alcanzar la libertad dentro de una comunidad socialmente creativa e institucionalmente enriquecedora.
Una «ciudadanía» separada de la comunidad puede ser tan degradante para nuestra personalidad política como la «ciudadanía» en un Estado totalitario. En ambos casos, se nos devuelve a un estado de dependencia característico de la infancia, que nos hace peligrosamente vulnerables a la manipulación, ya sea por personalidades fuertes en la vida privada, o por el Estado o las grandes empresas en la vida económica. En ambos casos, nos falta individualidad y comunidad. Ambos se disuelven con la eliminación del suelo comunitario que nutre la auténtica individualidad. Porque es la interdependencia dentro de una comunidad de instituciones ricas y equilibradas -que ningún medio electrónico puede producir- lo que da al individuo esa densidad de racionalidad, sentido de la solidaridad y la justicia y, en última instancia, de libertad efectiva, que le convierte en un ciudadano creativo y responsable.
La comuna no es sólo la base de una sociedad libre, sino también la base elemental de la auténtica individualidad
Por paradójico que parezca, los auténticos elementos de una sociedad libre y racional son comunitarios, no individuales. Por decirlo más bien en términos institucionales, la comuna no es sólo la base de una sociedad libre, sino también la base elemental de la auténtica individualidad. La enorme importancia de la comuna se debe a que es el lugar donde las personas pueden confrontarse intelectual y emocionalmente, conocerse mediante el diálogo, el lenguaje corporal, la intimidad y el intercambio cara a cara, para tomar decisiones colectivas. Se trata de un proceso fundamental de puesta en común, de interacción continua entre los múltiples aspectos de la existencia que hacen que la solidaridad -y no sólo la «convivialidad»- sea tan esencial para unas relaciones interpersonales verdaderamente orgánicas.
La comuna es […] el lugar de la palabra en el que las personas pueden confrontarse intelectual y emocionalmente, conocerse mediante el diálogo, el lenguaje corporal, la intimidad y el intercambio cara a cara, para tomar decisiones colectivas
Votar en un referéndum en la intimidad de la «cabina electoral» o, como quieren los entusiastas partidarios de la «Tercera Ola», en la soledad electrónica del propio hogar, privatiza la democracia y, por tanto, la socava. El voto, al igual que las encuestas de opinión sobre preferencias de jabón y detergente, representa un menoscabo radical de la ciudadanía, la política y la individualidad, y una caricatura del verdadero proceso de formación de ideas que resulta del intercambio de información. El voto es una expresión pre-formulada de un «porcentaje» de nuestras percepciones y valores, no su expresión completa. Es una técnica para degradar las opiniones en meras preferencias, los ideales en meros gustos, la comprensión sintética en pura cuantificación, de modo que las aspiraciones y convicciones humanas puedan reducirse a números.

Formación ciudadana real

Al final, el «individuo autónomo», privado de un contexto comunitario, de solidaridad y de relaciones orgánicas, se ve privado del proceso de autoformación -paideia- que los antiguos atenienses asignaban a la política como una de sus funciones pedagógicas más importantes. La verdadera ciudadanía y la verdadera política implican la formación permanente de la personalidad, la educación y un creciente sentido de responsabilidad y compromiso social dentro de la comunidad, que, a su vez, son las únicas cosas que dan verdadera sustancia a la comunidad. No es en los confines de la escuela, ni en la cabina de votación, donde pueden formarse cualidades personales y políticas vitales.
Adquirirlos requiere una presencia pública, encarnada por individuos que piensan y hablan, en un espacio público receptivo y abierto al debate. El «patriotismo», como indica la etimología, es un concepto típico del Estado-nación, que trata al ciudadano como a un niño, una criatura obediente del Estado-nación concebido como un pater familias, un padre severo que dicta creencias y exige devoción. En la medida en que nos comportamos como «hijos» o «hijas» de una «patria», nos situamos en una relación infantil con el Estado.
La verdadera ciudadanía y la verdadera política implican la formación permanente de la personalidad, la educación y un creciente sentido de responsabilidad y compromiso social dentro de la comunidad, que, a su vez, son las únicas cosas que dan verdadera sustancia a la comunidad
La solidaridad o philia, por su parte, implica un sentido de la responsabilidad. Se crea mediante el conocimiento, la formación, la experiencia, la razón; en resumen, mediante una educación política que se desarrolla a través de la participación política. Philia es el resultado del proceso de educación y autoformación que es el propósito de la paideia.
En ausencia de una comuna a escala humana, cuyas instituciones sean comprensibles y accesibles, es sencillamente imposible garantizar esta función fundamental de la política y su concreción en la ciudadanía. A falta de philia, medimos el «compromiso político» por el porcentaje de «votantes» que «participan» en el proceso «político»: un envilecimiento de las palabras que desnaturaliza totalmente su auténtico significado y las despoja de su contenido ético.
Ya sean grandes o pequeñas, las asambleas de base y el movimiento que pretende ampliarlas siguen siendo la única escuela de ciudadanía eficaz que tenemos. No hay más «programa» cívico que una esfera política vibrante y creativa capaz de generar personas que se tomen en serio la gobernanza. En nuestra era de mercantilización, competencia, anomia y egoísmo, esto significa crear conscientemente una esfera pública que introduzca los valores del humanismo, la cooperación, la comunidad y el servicio público en la práctica diaria de la vida cívica.
La solidaridad o philia, por el contrario, implica un sentido de la responsabilidad. […] Philia es el resultado del proceso de educación y autoformación que es el propósito de la paideia
La polis ateniense, a pesar de sus muchas deficiencias, ofrece ejemplos significativos de cómo puede reforzarse un elevado sentido de la ciudadanía no sólo mediante una educación universal y permanente, sino mediante el desarrollo de una ética del comportamiento cívico y una cultura artística que ilustre los ideales del servicio cívico a través de los hechos de la vida cotidiana. El respeto a los oponentes en los debates, el uso de la palabra para alcanzar consensos, las continuas discusiones públicas en el ágora, en las que las figuras más prominentes de la polis debían discutir asuntos de interés público incluso con ciudadanos oscuros, el uso de la riqueza no sólo para beneficio personal sino también para el embellecimiento de la polis (lo que significaba que se valoraba más la redistribución que la acumulación de riqueza). Un gran número de fiestas públicas, tragedias y comedias dedicadas en gran parte a temas cívicos y a la necesidad de solidaridad, todo ello -y muchos otros aspectos de la cultura política de Atenas- forjaron la responsabilidad cívica y la solidaridad de unos ciudadanos activamente comprometidos y profundamente conscientes de su misión cívica.
Por nuestra parte, no podemos hacer menos, y esperamos que, con el tiempo, mucho más. El desarrollo de la ciudadanía debe convertirse en un arte, no sólo en una forma de educación, y en un arte creativo en el sentido estético, que apele al deseo profundamente humano de expresarse en una comunidad política significativa; un arte personal a través del cual cada ciudadano, hombre o mujer, manifieste su plena conciencia de que la comunidad confía su destino a su propia probidad moral y capacidad de razonamiento.
Si la autoridad ideológica del poder del Estado y del arte de gobernar se basa en la convicción de que el «ciudadano» es un ser incompetente, a veces infantil y generalmente indigno de confianza, la concepción municipalista de la ciudadanía se
basa exactamente en la convicción contraria. Todo ciudadano se consideraría competente para participar directamente en los «asuntos públicos» y, lo que es más importante, debería animársele a hacerlo.

Si la autoridad ideológica del poder del Estado y del arte de gobernar descansa en la convicción de que el ciudadano es un ser incompetente, a veces infantil y generalmente indigno de confianza, la concepción municipalista libertaria de la ciudadanía descansa en la convicción exactamente opuesta
Se facilitarían todos los medios para fomentar la plena participación, como proceso pedagógico y ético que transforma las capacidades latentes de los ciudadanos en una realidad efectiva. La vida política y social se orquestaría deliberadamente para agudizar su sensibilidad y su participación activa en la resolución de conflictos, sin rehuir la polémica si fuera necesario. El servicio a la comunidad se vería como un atributo específicamente humano, no como un «regalo» que el ciudadano ofrece a la comunidad o una tarea que se ve obligado a realizar. La cooperación y la responsabilidad cívica se convertirían en expresiones de sociabilidad y philia, no en obligaciones de las que el ciudadano intenta escapar siempre que puede.
Para decirlo claramente, la comuna sería un teatro cuya vida misma, en su forma pública más lograda, formaría la trama, una obra política cuya magnitud conferiría nobleza y grandeza a los ciudadanos que son sus protagonistas. Esto es lo contrario de nuestras ciudades modernas, que en gran medida se han convertido en pisos dormitorio abarrotados en los que hombres y mujeres se marchitan espiritualmente y atrofian su personalidad en el entretenimiento, el consumo y los cotilleos.

La economía municipal

El último de los problemas que nos encontraríamos, y uno de los más difíciles, es el de la economía. Hoy en día, los debates económicos tienden a centrarse en la cuestión de «quién posee qué», «quién tiene más que quién» y, sobre todo, cómo pueden conciliarse las diferencias de riqueza con un sentido de comunidad cívica. Los municipios casi siempre han estado fragmentados por las diferencias de estatus económico, con clases pobres, medias y ricas enfrentadas hasta el punto de arruinar las libertades municipales, como demuestra claramente la sangrienta historia de las comunas de la Edad Media y el Renacimiento italiano.
Estos problemas no han desaparecido en la época actual. De hecho, suelen ser tan graves como en el pasado. Pero lo que es específico de nuestro tiempo (y ha sido poco comprendido por muchos en la izquierda y la extrema izquierda de América y Europa) es la aparición de cuestiones totalmente nuevas que trascienden la clase y se refieren al medio ambiente, el crecimiento, el transporte, el deterioro de la cultura y la calidad de la vida urbana en general, cuestiones que han surgido debido a la urbanización, no a la constitución de la ciudad. Otras cuestiones también trascienden los intereses de clase en conflicto, como los peligros de la guerra termonuclear, el creciente autoritarismo estatal y, en última instancia, la posibilidad de un colapso ecológico del planeta. A una escala sin precedentes en la historia de Estados Unidos, personas de todas las clases sociales se han reunido en diversos grupos ciudadanos en torno a proyectos comunes sobre cuestiones que a menudo son de carácter local pero afectan al destino y el bienestar de toda la comunidad.
El municipalismo libertario propone que la tierra y los negocios se pongan cada vez más bajo la autoridad de la comunidad o, más exactamente, de los ciudadanos en asambleas libres y sus diputados en consejos federales
La aparición de un interés social general más allá de los antiguos intereses particularistas demuestra que una nueva política podría tomar forma fácilmente, y que su objetivo no sería sólo reconstruir el panorama político a nivel municipal, sino también el económico.
Los viejos debates entre propiedad privada y propiedad nacionalizada se han convertido en pura logomaquia. No es que hayan desaparecido las diferencias en cuanto al tipo de propiedad y las formas de explotación que implican, sino que se han visto eclipsadas gradualmente por nuevas realidades y preocupaciones. La propiedad privada, en el sentido tradicional del término, en la medida en que pretendía hacer del ciudadano un individuo económicamente autosuficiente y políticamente independiente, está perdiendo su significado. Esto no se debe a que el «socialismo rastrero» esté devorando a la «libre empresa», sino a que las «multinacionales rastreras» lo han devorado todo, irónicamente en nombre de la «libre empresa». El ideal griego de un ciudadano políticamente soberano, capaz de juzgar racionalmente los asuntos públicos porque está libre de necesidades materiales y clientelismo, es ahora una broma. El carácter oligárquico de la vida económica amenaza la poca democracia que tenemos, no sólo a
nivel nacional, sino también a nivel municipal, donde aún tenía cierto arraigo y alcance.
Esto nos lleva a un enfoque radicalmente nuevo de la economía municipal, que propone disolver de forma innovadora el aura mística que rodea a la propiedad capitalista y nacionalizada, y de hecho también el elitismo inherente a la ideología del lugar de trabajo y la «democracia en el lugar de trabajo». Es la municipalización de la propiedad, por oposición a su privatización o nacionalización. Al igual que el municipalismo libertario propone redefinir la política para incluir la democracia comunal directa que se ampliará gradualmente a formas confederales, también incluye un enfoque municipalista y federalista de la economía. El municipalismo libertario propone que la tierra y los negocios estén cada vez más bajo la autoridad de la comunidad o, más exactamente, de los ciudadanos en asambleas libres y sus diputados en consejos federales. ¿Cómo planificar el trabajo, qué tecnologías utilizar, qué bienes distribuir?
Son cuestiones que sólo pueden resolverse en la práctica. La máxima «de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades», esa famosa exigencia de los distintos socialismos del siglo XIX, se institucionalizaría como una dimensión de la esfera pública. Al aspirar a que las personas tengan acceso a los medios de vida, independientemente del trabajo que sean capaces de realizar, dejaría de ser un credo sin demasiado fundamento: se convertiría en una práctica, en un modo de funcionamiento político.
Lejos de ser una limitación, la interdependencia entre comunidades y regiones debe considerarse -cultural y políticamente- una ventaja
Ninguna comunidad puede esperar alcanzar la autarquía económica, ni debe intentarlo.
Desde un punto de vista económico, la amplia gama de recursos necesarios para producir nuestros bienes cotidianos impide el repliegue y el parroquialismo. Lejos de ser una limitación, la interdependencia entre comunidades y regiones debería considerarse – cultural y políticamente – una ventaja. La interdependencia entre comunidades no es menos importante que la interdependencia entre individuos. Privada del enriquecimiento cultural mutuo que a menudo ha sido producto del intercambio económico, la comunidad tiende a replegarse sobre sí misma y a hundirse en una especie de privatismo cívico. Las necesidades y recursos comunes implican la existencia del compartir y, con el compartir, la comunicación, el rejuvenecimiento a través de nuevas ideas, y un horizonte social ampliado que forja una mayor sensibilidad a nuevas experiencias.

Una cuestión de supervivencia ecológica

A la luz de estos elementos, es posible prever una nueva cultura política con un nuevo renacimiento de la ciudadanía, instituciones cívicas populares, un nuevo tipo de economía y un contrapoder paralelo, en una red confederal capaz de frenar y, ojalá, invertir la tendencia a una centralización creciente del Estado y de las grandes empresas.
Además, también es posible concebir un punto de partida bastante concreto para superar las ciudades, grandes y pequeñas, tal y como las hemos conocido hasta ahora, y para desarrollar nuevas formas de vida verdaderamente comunitarias, encaminadas a crear una nueva armonía no sólo entre las personas, sino también entre la humanidad y el mundo natural. He hecho hincapié en su viabilidad, porque ahora está claro que cualquier intento de adaptar una comunidad humana al ecosistema natural que la rodea choca frontalmente con el tejido del poder centralizado, ya sea el del Estado o el del capital concentrado.
Ahora está claro que cualquier intento de adaptar una comunidad humana al ecosistema natural que la rodea choca frontalmente con el entramado del poder centralizado, ya sea el del Estado o el del capital concentrado
El poder centralizado reproduce inexorablemente su propia centralización en todos los niveles de la vida social, económica y política. No sólo es grande: piensa «a lo grande».
Este modo de ser y de pensar es la condición no sólo de su crecimiento, sino de su propia supervivencia. Ya vivimos en un mundo en el que la economía está excesivamente globalizada, centralizada y burocratizada. Gran parte de lo que podría hacerse a escala local y regional se hace a escala mundial -en gran medida por razones de beneficio, estrategia militar y ambiciones imperiales- con una aparente complejidad que, de hecho, podría reducirse fácilmente.

Si todas estas ideas parecen demasiado «utópicas» para nuestro tiempo, también puede considerarse utópica la abundante literatura actual que reclama un cambio radical de las políticas energéticas, una reducción drástica de la contaminación atmosférica y marina, y la puesta en marcha de programas globales para frenar el calentamiento global y la destrucción de la capa de ozono. Es justo preguntarse: ¿es demasiado llevar estas exigencias un paso más allá? ¿Es demasiado exigir cambios institucionales y económicos no menos radicales, pero que de hecho se basan en tradiciones profundamente arraigadas en las prácticas democráticas y políticas más nobles de
América – y de hecho del mundo?
Descubrimos este texto en la excelente colección francesa “Poder de destruir, poder de crear. Hacia una ecología social y libertaria” Editorial L’échappée, 2019, editado, comentado y traducido por Helen Arnold, Daniel Blanchard, Renaud Garcia y Vincent Gerber. Volvemos a publicarlo con la amable autorización de Échappée.
Este texto fue compuesto en 1995 por Jean Vogel a partir de varios textos de Bookchin, en particular el capítulo 8 de The Rise of Urbanization and the Decline of Citizenship (Cassell, Londres, 1995); «The New Municipal Agenda», en From Urbanization to Cities (Cassell, Londres, 1995); «Libertarian Municipalism: An Overview», en Green Perspectives nº 24, 1991; «The Greening of Politics: Toward a new kind of Political Practice», en Green Perspectives nº 1, 1986. Numerosas publicaciones francófonas han publicado este texto.

Notas:
(1) Los ayuntamientos son asambleas generales de los habitantes de una localidad, en las que todos los miembros de la comunidad deliberan y legislan sobre cuestiones públicas. Aunque estos debates se deciden por votación, la discusión desempeña un papel central como medio de resolver los
problemas políticos. Esta forma de democracia directa surgió en el noreste de Estados Unidos en el siglo XVII y, a pesar de algunos cambios, se ha mantenido en muchos lugares hasta nuestros días.
(2) Bookchin se refiere a las teorías del escritor y empresario Alvin Toffler (1928-2016), autor de dos bestsellers, Future Shock (1970) y The Third Wave (1980). En este último libro, describía las perspectivas de una sociedad «postindustrial» (tras las dos primeras oleadas históricas, el advenimiento de la agricultura y el auge de la sociedad industrial), y predecía con entusiasmo el advenimiento de una «cultura» digital.
También se puede consultar: Murray Bookchin: Seis tesis sobre el municipalismo libertario
https://anarkobiblioteka3.files.wordpress.com/2016/08/seis_tesis_sobre_municipalism


Leer también: Floreal Romero sobre comunalismo

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